Mis recuerdos de bares comienzan tarde. Yo ya estaba en cuarto año de la universidad y como era más barato tomar en los espacios de tu alma máter, no tenía sentido ir a encerrarse a un bar. Eso sí, esto no quiere decir que no tenga recuerdos de bares malos.
Por diversas razones pienso en tres nombres, pero hoy nos centraremos en el último de ellos, el único que ha cerrado sus puertas: estos son el Harrys, el Alien’s (actual Espacio Harvard) y el Entrelatas.
Mientras los dos primeros siguen vivos en Bellavista, el tercero es un cadáver frente a la Alameda, a pasos de ese ecosistema llamado Barrio Universitario. Cuando cerró, el Entrelatas quedó congelado en el tiempo: detrás de la cortina aún se ve un teléfono público amarillo, un afiche solicitando meseros y una oferta de Escudo Black a $1.200 antes de las 18:00.
Llama la atención que el Alien’s y el Entrelatas sean tan malos y populares al mismo tiempo. “Algo tendrán”, pensarás a primeras, claro. Hablemos hoy del Entrelatas, en Alameda con Cienfuegos, probablemente el bar más conocido de Santiago en los años noventa.
Entrelatas, un mito urbano
Interior del Entrelatas según WayRoth en 2006.
El Entrelatas fue un bar que —cual Ave Fénix— abrió y cerró sus puertas mil veces. En su época dorada llegó a tener dos sucursales que bebían del prestigio de la casa central: Entrelatas Light (su estética hacía creer que se trataba de un bar de Cachantún) y Entrelatas VIP (sí, su nombre suena contradictorio, pero fue el último en morir).
A pesar de sus sucursales y las enormes esculturas de aviones y de animales hechas con latas que colgaban en el interior y sobre la cornisa, el Entrelatas era un antro sin luz más que el portón que daba a la Alameda. Era entrada, salida, tragaluz y salvación, todo al unísono. Claro, de haber existido Zomato o Tripadvisor en los años noventa, el Entrelatas estaría en lo más fondo de la tabla, pero ese tipo de mediciones serían totalmente irrelevantes para la fanaticada. Su verdadero valor radicaba en la convivencia de tribus urbanas, personajes mitológicos, tocatas y peleas.
Pocos lugares como el Entrelatas generan esa corazonada tan certera de lo que te vas a encontrar, te guste o no. Daba la sensación de que estaba a punto de cerrar, cuando llegabas siempre había alguien curado antes que tú; una barra de amigos metaleros se gritaban la vida a medio vaso de distancia y los baños siempre repletos y destruidos, como un bombardeo sorpresa.
Gandhi, Jesús y los emos
El Entrelatas fue punto de encuentro de todo tipo de tribu urbana. Vía Fotolog
Siempre en el límite de la legalidad, era sabido que el Entrelatas fue lugar de mocha segura; también de que se reventaron cabezas con botellas —como el caso de Jonathan Espinoza en 2006— y que más de alguien murió adentro. Dos animitas y un mural dedicatorio al interior —junto a retratos de Gandhi y Jesús— daban a entender que esto era cierto. Además fue uno de los primeros bares acusados de recibir cheques Junaeb a cambio de cervezas.
Entonces, ¿por qué era tan popular si hasta ahora parece la descripción de una cárcel a la hora de almuerzo? El Entrelatas no solo tenía una ubicación envidiable en plena Alameda —la misma calle a la que dan La Moneda, la Torre Entel y la Estación Central— y sus promociones eran buenísimas. Un reportaje de La Nación Domingo en 2007, rescatado por un blog, destaca una promoción: 12 Escudos y 30 empanadas por $12.990 pesos. Tremendo, ¿no?
Además, fue la respuesta natural al nacimiento y crecimiento del Barrio Universitario en los años noventa: universidades e institutos nuevos que, a medida que fueron consolidándose, atrajeron a muchos estudiantes de regiones, futuros profesionales de primer generación en sus familias. Súmenle a este cóctel que el Barrio Universitario también fue tierra fértil para el encuentro de tribus urbanas en los años 2000: emos, pokemones, punkys, flaites, hiphoperos, metaleros, trashers y hippies.
En fin, chorrillanas, chelas y terremotos en la misma carta. Parece normal, pero locales como el Entrelatas lo volvieron cotidianos. El Entrelatas entonces fue el déjà vu noventero del maravillado Joaquín Edwards Bello, quien, llegado de Valparaíso a Santiago se sorprende con la gran capital a comienzos del siglo XX.
Miles de Edwards Bello —bastante más modestos en recursos— se formaban de día y se reventaban de noche (o de tarde): años bohemios, disfrutando del anonimato en la capital en lugares oscuros y ruidosos, donde nadie se conoce a primeras (a diferencia de sus ciudades de origen), amparados en el desenfreno y la posibilidad de conocer o adscribirse a nuevas tribus urbanas. Todo eso ofrecía el Entrelatas.
Así, el Entrelatas atraía una amplia diversidad de clientes (como si fuera un local de Valparaíso), un hito no menor en una sociedad tan segregada como la chilena. Eso sí, tenía horarios, como el Bar de René, algunos tugurios de Pío Nono o el sector de la Matriz en Valparaíso. No son horarios del local, sino de los clientes. Todo bien hasta cierta hora. Después empezaban los botellazos.
No hay que ser adivino para saber que, mientras más tarde, peor.
Frontis del desaparecido Entrelatas. © El Picadista